París (PL) El Bataclan, 13 de noviembre de 2015: en pocos segundos dejó de ser una sala de conciertos para convertirse casi en escenario de guerra, y su historia de teatro símbolo de la cultura parisina cambió para siempre.
En el número 50 del Boulevard Voltaire, en una zona central de la capital de Francia, se encuentra la sala de conciertos Bataclan, el lugar atacado por un comando de tres hombres que convirtieron el sitio en un infierno.
Casi un año después, un día cualquiera una señora está parada en la acera de enfrente al teatro, justo donde comienza el paso peatonal para cruzar la avenida, y desde allí mira al Bataclan.
El semáforo indica la luz verde que le permite pasar, pero ella permanece parada; cambia a roja, vuelve la verde, y ella sigue mirando la edificación pintada con vivos colores -a diferencia de los grises y ocres habituales en la arquitectura parisina-, cuyo frente de estilo «chinería» está tapado a medias por las ramas de los árboles.
Este año la llegada del otoño se retrasó, los árboles conservan algunas de sus hojas y por eso aún no es posible apreciar la fachada completamente despejada, como en la noche del 13 de noviembre de 2015, cuando el terrorismo golpeó con fuerza insospechada este inmueble construido alrededor de 1864 y declarado en 1991 monumento histórico de Francia.
Los semáforos ponen varias veces la verde pero la señora, una típica francesa alta y delgada de más de 60 años, sigue sin cruzar. De momento respira profundo como quien pierde el aliento y se recuesta en un poste, sin dejar de mirar cada detalle de lo que tiene al frente.
Va bien cubierta con un sombrero claro, espejuelos oscuros, y tiene las mejillas muy coloradas, tal vez por emoción, o por frío…
Por su edad parece improbable que fuera uno de los asistentes aquella noche al concierto del grupo de rock Eagles of Death Metal, aunque quien sabe… Quizás conocía a alguna de las 90 personas que perdieron la vida en el atentado, o a alguno de los cientos de víctimas que milagrosamente lograron escapar por el costado lateral de la sala, que da al estrecho pasaje Saint Pierre Amelot.
Quizás, simplemente, la señora es uno de los tantos transeúntes que al caminar frente al Bataclan, no pueden evitar detenerse y mirar el sitio, el más golpeado por los atentados que enlutaron a toda Francia.
Sin contar los atacantes, el total de muertos fue 130: uno en los alrededores del estadio de Francia, 39 en las terrazas y las cercanías de varios restaurantes, y 90 en el Bataclan.
La sala de conciertos fue evidentemente el sitio donde la tragedia alcanzó dimensiones de película de terror: los atacantes entraron minutos antes de las 10 de la noche y dispararon a mansalva contra la multitud reunida, y luego fueron rematando, uno a uno, a decenas de heridos que se encontraban en el piso.
Muchos consiguieron escapar, otros se escondieron en rincones inimaginables, y entonces comenzó la toma de rehenes, las negociaciones con las fuerzas de seguridad, la larga y agonizante espera hasta que a la 1 de la madrugada los agentes consiguieron controlar la situación.
Dos de los atacantes se inmolaron al estallar los explosivos atados a sus cinturas, mientas un tercero fue abatido.
Desde entonces el Bataclan estuvo cerrado y justo el 12 de noviembre retomó sus actividades, con un concierto del reconocido músico británico Sting.
La entrada principal al edificio estuvo hasta hace poco tapiada con grandes planchas de cinc, mientras adentro terminaban las labores de reparación dirigidas a borrar todas las huellas de la tragedia, al menos las materiales.
En el exterior queda muy poco, solo en la parte final del pasaje Saint Pierre Amelot dejaron un trozo de la cinta roja y blanca usada por la policía para impedir el acceso al lugar en las horas, días y semanas posteriores a los hechos.
No sucede lo mismo con la huella en las gentes: es difícil que pase una persona por la acera sin echar un vistazo al Bataclan, sean jóvenes o adultos, niños o extranjeros.
Muchos se detienen a mirar detalladamente la fachada, caminan hacia el pasaje y observan las puertas y ventanas que se convirtieron en la esperanza de la salvación, y algunos, los más atrevidos, se acercan a las rendijas por donde escudriñar el interior.
Una de esas personas es la señora parada en la acera del Boulevard Voltaire, que finalmente cruzó la calle y quedó a pocos centímetros del Bataclan.
Tocó las barreras de la entrada, observó con insistencia buscando quién sabe qué… Tras varios minutos, tomó hacia su derecha para salir caminando en un rumbo que podría ser la cercana estación de metro Oberkampf. Una y otra vez miró hacia atrás, hasta que perdió de vista el teatro.
Y por un momento quedó solo el Bataclan en un silencio que no olvida el ruido sordo de los kalachnikov, con sus huellas, y con la entrada llena de grafitis, flores y pequeños mensajes como el de una niña de 12 años llamada Thelma que dibujó un corazón y escribió: París, Amor, Paz.